En 1967 todo nuestro grupo, o sea, los que hacíamos la Revista Mexicana de Literatura y trabajábamos en el Departamento de Difusión Cultural o por lo menos teníamos colaboraciones fijas en la Revista de la Universidad, renunciamos al entrar como director de Difusión Cultural Gastón García Cantú y despedir a Juan Vicente Melo de la Casa del Lago acusándolo malévolamente de costumbres poco recomendables. Entonces ante el hecho de no tener ningún dinero (recuerdo que a mí me cortaron la luz porque no tenía para pagar un recibo por 15 pesos y me los prestó una amiga) muchos nos refugiamos en lo que pomposamente se llamaba Departamento de Publicaciones y era parte de los preparativos para que nuestro glorioso país fuese sede de los Juegos Olímpicos, aunque me parece que en los deportes nunca habíamos brillado mucho como en la mayor parte de las cosas, si hemos de ser sinceros. En cualquier forma si en los deportes no brillábamos sí íbamos a hacerlo como país sede de las Olimpiadas. Fue así como se creó ese Departamento de Publicaciones. Su directora era una de las mujeres más ambiciosas que he conocido: Beatrice Trueblood. Había nacido en uno de esos minúsculos países bálticos, Estonia, Letonia o Lituania. No sé cómo encontró refugio finalmente en Estados Unidos, he sabido después que su condición era miserable tanto como inquebrantable su decisión de dejar de serlo y ocupar un lugar prominente. Como jefa de ese Departamento de Publicaciones esta decisión empezaba a cumplirse. Ahí se editaba un boletín en tres idiomas, francés, inglés y español, para mostrar los logros de nuestro país e igualmente un tríptico con el mismo objeto, por lo cual hacían falta escritores, fotógrafos y traductores. Beatrice Trueblood tenía un aspecto encantador, atractivo, exteriormente frágil, con un cuerpo y una cara muy seductores. Ella lo sabía, vaya que lo sabía.

La Olimpiada de México iba a ser distinta hasta en el hecho de que contaría con el mismo número de competencias deportivas y eventos culturales. Así somos nosotros. ¡Arriba y adelante!, como después fue el lema de Luis Echeverría en tanto sucesor de Díaz Ordaz. Responsables los dos de la matanza de Tlatelolco y después ya sólo Echeverría de la del día de Corpus. Pero de eso no viene al caso hablar. Nuestra historia está plagada de acontecimientos de este tipo. Treinta años después el partido en el poder perdería su supremacía. Carlos Monsiváis diría acertadamente que la votación que lo llevó a perder el poder fue la del “hartazgo”. ¿Qué tiene que ver esto con la escritura de “El Gato”? Nada absolutamente fuera de la desilusión de Beatrice Trueblood al acercarse a mi escritorio para ver qué estaba haciendo, pues me vio trabajando con fervoroso entusiasmo. Debo asentar haber utilizado muchos de los textos que escribí para el Comité Olímpico en mi obra personal. Gracias al Comité Olímpico conocí los cuadros del pintor académico Casimiro Castro que poseía Marte R. Gómez y me encantó. Mi ensayo sobre él está hasta en Apariciones, la selección que realizó Daniel Goldin para el Fondo de Cultura Económica. Escribí el texto titulado “Viaje superficial por la poesía mexicana”; escribí una “Historia de la Literatura Mexicana” en la que decía que los escritores del siglo XIX publicaron algunos textos antes de convertirse en calles y que la obra de Alfonso Reyes era vasta como un mar y tranquila como un lago. Beatrice Trueblood no puso mi nombre en el libro que hizo el Comité Olímpico sobre Manuel Álvarez Bravo, pues yo sólo era un colaborador más del Departamento de Publicaciones. Don Manuel en sus ejemplares lo ponía a mano con un gesto justo y debo decir también generoso. A ese mismo libro yo le puse los pies que debería llevar cada fotografía seleccionando fragmentos de poemas y Beatrice Trueblood los confundió todos hasta el grado de que el pie nunca correspondía a la fotografía. Hizo muchas hazañas de este tipo; pero eso no le quitaba su aspecto encantador. Cuando yo llegué a esa oficina todo estaba en crisis. Pedro Ramírez Vázquez acababa de rechazar el texto para el primer volumen sobre la Villa Olímpica, que por supuesto sólo era un montón de agujeros para los cimientos todavía. Yo la inventé de acuerdo con las descripciones de lo que debería llegar a ser del mismo modo que se usan modelos en algunas obras de ficción, y Ramírez Vázquez aceptó encantado el texto cambiando sólo una cosa; donde yo ponía que la Villa Olímpica estaría a un kilómetro del Estadio Olímpico, él lo corrigió por “muy cerca”. Así es el lenguaje de nuestros políticos: preciso y riguroso. Volvamos entonces a “El Gato” cuya realidad fue lo que produjo el enojo de Beatrice Trueblood.

Yo vivía en la calle de Tabasco, entre Medellín e Insurgentes, casi esquina con Insurgentes. El edificio era exactamente igual a como se describe en “El Gato”, tenía hasta los muebles en el vestíbulo y el dueño por lo visto, ordenó después quitarlos. Voy a ser ahora más minucioso aún que en el cuento. Los departamentos tenían ventanas inglesas y la calle estaba hermosamente bordeada por truenos. El mío casi no tenía muebles: el vestíbulo estaba vacío con la excepción de un improvisado librero a base de ladrillos y tablas. En la sala-habitación estaba mi cama de soltero con una hermosa manta color rojo con un diseño en negro, un sillón rojo y negro muy grande y otro sillón negro muy chico y un librero igual al otro pero con un hermoso desnudo de Roger von Gunten arriba. En la habitación pequeñísima de junto estaba mi escritorio con una reproducción de Klimt (La Salomé cuyo modelo fue Alma Mahler), la reproducción de un antiguo cuadro chino de una expedición entre montañas de los ejércitos de esa época y un enorme dibujo de mi hija Mercedes realizado como a los cinco años con un río con pecesitos, montañas y el sol. Detrás del estudio, separada por un muro de un metro de altura, estaba la cocina, que también daba al vestíbulo. Al empezar, como dice en el cuento, a ir a ese departamento la amiga del narrador -Michele- agregó al mobiliario una mesa redonda con una cubierta amarilla hasta el piso, que quitábamos cuando nos sentábamos a comer ahí en dos sillas de paja. Luego también, siguiendo el trazo de las ventanas inglesas que creaban la figura geométrica llamada trapecio, mandamos construir un mueble que era librero en la parte superior y tenía puertas en la parte inferior. Ahí guardábamos todo tipo de ociosidades. Olvidaba decir otras dos cosas: en el vestíbulo también estaba un archivero regalo de Meche, la madre de mis hijos, la que encontró ese departamento y de la que me había divorciado, en el mejor de los términos, debido a mis múltiples infidelidades; y un enorme clóset que era casi una habitación pequeña y daba también a la sala-habitación. Las infidelidades implican que la amiga del cuento no fue la primera en visitar ese departamento, pero sí la última. Ella se encargó con su presencia de terminar con esas infidelidades. Mi decisión de ser escritor fue la que provocó la desilusión de Beatrice Trueblood, quien esperaba verme dedicado al trabajo con entusiasmo tal como debería hacerlo y efectivamente lo estaba, pero no al del Departamento de Publicaciones, sino al mío. Ese Departamento de Publicaciones sólo sirvió para que de los dos mil 200 pesos con una compensación de otros 200 que recibía como sueldo en Difusión Cultural por la gozosa tarea de hacer la Revista de la Universidad, con un horario de once de la mañana a dos de la tarde más una tarde completa en la que Carlos Valdés y yo la “formábamos”, o sea, le dábamos su aspecto como revista en la Imprenta Universitaria, donde me llevaba muy bien con el cajista dedicado a ordenar los plomos con letras que salían de los linotipos y después se imprimirían en las prensas planas, pasara a ganar diez mil pesos con un horario de nueve a seis de la tarde con tiempo para salir a comer. Muy pronto le dije a Beatrice Trueblood que lo que yo quería e iba a hacer era escribir literatura y reduje mi tiempo en el Departamento de Publicaciones a sólo las mañanas con lo que Beatrice Trueblood en su asombrado escándalo aceptó reduciéndome el sueldo a cinco mil pesos, lo que para mí era mucho de todas maneras.

Yo escribía entonces a mano y con muchas plumas de diferente marca y forma, colocadas en botes de porcelana que habían contenido yoghurt, y en unos cuadernos amarillos marca SG con sesenta hojas blancas engargoladas. De ahí pasaba lo escrito a máquina dándole una corrección más de paso. Con uno de esos cuadernos al lado, abierto en las páginas dedicadas al cuento “El Gato”, Beatrice Trueblood me vio con agrado ante mi entusiasmo por el trabajo. Ese agrado se transformaría muy pronto en desilusión al advertir que lo que estaba escribiendo no era algo del Comité, sino mío. Bueno, todo esto está muy bien pero, ¿y el gato que aparece en el cuento? Nunca existió. Fue producto de mi imaginación de escritor. De él, si acaso, podemos decir que quería implicar la aparición de un tercero en la vida de una pareja para hacer más perfecto su amor.

Publicado en Milenio semanal.