Cuando la narración se detiene en La pérdida del reino, de la única manera que podía hacerlo, con la muerte del protagonista, y la olvidada palabra “fin”, como una lápida regresa del desuso en que se encontraba para ponerle término, se tiene el sentimiento de un inabarcable espacio recorrido sin advertirlo, presos en la imperceptible continuidad de lo ocurrido, que de pronto se desmorona y nos deja frente al vacío. Hay una inesperada y terrible sensación de desamparo. Es el auténtico tiempo de la novela: el tiempo de lo vivido. El lector tiene que volverse hacia atrás en el recuerdo en busca de los signos que nos entreguen el sentido de esa vida que acaba de perderse. José Bianco ha escrito una vasta, rica, novela tradicional en la que el tiempo de los días y los años se convierte en el espacio de la escritura y encontrando su materia y su densidad en la palabra, se muestra en ella… ¿La ha escrito realmente? ¿Es ésta una novela tradicional?

Rufino Velázquez, al que sus amigos llaman Rufo, cuenta su vida en la que constituye la parte central de la novela. Pero esta narración, que abarca casi todo el libro, es una novela dentro de la novela y tendremos necesidad de recordarlo. El relato de Rufino sigue un desarrollo lineal. No parece estarnos informando de nada extraordinario: al contrario. Con un lenguaje directo, exteriormente desprovisto de todo artificio pero siempre exacto y preciso, y con un tono mesurado, que jamás intenta agrandar los sucesos sino tan sólo los obliga a aparecer, la historia va mostrando su historia. Quizás Rufino no es un personaje particularmente atractivo; tal vez los sucesos se colocan siempre y de una manera natural, con una desconcertante precisión, en el terreno de lo que cabe esperar dado el contexto de la vida social dentro de la que ocurren. Pero esa engañosa superficie, sobre cuyo seguro piso avanzamos confiados, aloja una inesperada profundidad. Sin advertirlo, fascinados por la suprema perfección de ese estilo poco menos que neutro, que no se deja ver nunca en tanto estilo, preguntándonos de pronto dónde se encuentra el secreto que mantiene prisionera nuestra atención sin encontrar la respuesta, asistimos a los “años de aprendizaje” del protagonista, al inesperado estallido mediante el que el destino se manifiesta creando una ruptura dentro de la que se creía segura continuidad y a la imperceptible vuelta a cerrarse de las aguas de lo cotidiano sobre esa ruptura. Este es el aspecto “tradicional” de la novela de Bianco. Hay una gran riqueza de detalle, una espléndida exactitud de la descripción de personajes, de lugares, de circunstancias en cuya cercanía se va construyendo una vida cuyo mero movimiento permite crear minucioso retrato de todo un segmento de la sociedad argentina en una época determinada. Es el ámbito que le corresponde por derecho propio al género de la novela: un mundo que se cree dueño de su propia coherencia y se mueve confiado en ella, sin ni siquiera advertir los cambios que continuamente amenazan con derruirlo o por lo menos transformarlo.

El protagonista de La pérdida del reino pasa por una serie de intensidades que exteriormente –y esa exterioridad, esa superficie, es la del plano narrativo en su más inmediato y auténtico sentido– son las que corresponden a su edad y su medio social. Hay una educación religiosa, un periodo de incertidumbre sexual, un sentimiento de soledad y diferencia, un reconocimiento de las figuras paternas. Entonces se produce el acontecimiento mediante el que el destino parece marcarlo con un carácter singular, apartándolo de la corriente: el asesinato de su padre. En la sensibilidad incierta, aguda y vigilante con respecto a las fuerzas que configuran la textura de la vida que ya nos ha sido entregada y que pasa en ese preciso momento por una fase de transición, ese acontecimiento tiene que intensificar la pregunta que la vida nos hace sobre si el destino se nos impone o nosotros lo guiamos. Sin embargo, Rufo, adolescente avocado a lo excepcional, cuenta con el carácter que mundo en el que se mueve le impone. Las aguas vuelven a cerrarse. Su vida sigue el curso de lo establecido. Los escenarios parecen ofrecer su propia inmutable seguridad al tiempo. Hay una iniciación sexual de una desconcertante simplicidad, en la que todo ocurre de acuerdo con lo esperado. Hay una primera amante dentro de las reglas del juego que ofrece la sociedad. Y de pronto, en el ámbito de lo seguro y lo conocido, reaparece la figura que marcó con su presencia obsesionante los días de la infancia: Néstor Sagasta, el modelo en el que de niño la imaginación de Rufo colocó a su propio fantasma. La terrible o maravillosa ambigüedad con que la consciencia se proyecta sobre lo real y lo determina ha entrado al ámbito de lo conocido destruyendo su seguridad; pero nada lo indica claramente. ¿Néstor Sagasta es la imagen del deseo de Rufo o el deseo de Rufo que encuentra su imagen? Nunca lo sabrá, es quizás el único que no puede saberlo; nunca sentirá siquiera la necesidad de preguntárselo. A lo único a lo que jamás podremos entrar es a nuestra verdadera vida, parece decirnos la novela. Ella siempre es otra y lo que perseguimos es su fantasma. Guiado por Néstor Sagasta o siguiendo a Néstor Sagasta, Rufo encontrará las huellas que lo conducen de nuevo a la que parecía ser la intervención decisiva del destino en su vida. Por ese camino aparecen las dos fulgurante figuras femeninas principales de la novela: Inés Hurtado y Laura Estévez. Son la posibilidad del amor. ¿Pero dónde está el amor? ¿A quién se ama cuando se ama? Inés y Laura son las dos caras de una misma figura y tras esa figura está todavía otra, la de un fantasma sin rostro en el que encarnan los sueños y los temores de la infancia, imagen gigantesca que nosotros mismos erigimos y que nunca terminará de manifestarse, de descubrirse por entero. Su misterio es el misterio sin fondo de la vida.

Poco a poco, en el oscuro seguimiento de ese fantasma, el mundo de Rufino Velázquez se desintegra y aunque el caso personal se adelanta siempre al general, el desmoronamiento de un alma es la anticipación del de una sociedad. Al desaparecer el mundo, desaparece la posibilidad misma de la novela. Las apariencias siguen siendo inmutables, pero un gusano invisible las corroe. Inés Hurtado, hija del asesino del padre de Rufo, ha sido amante de Néstor y Rufo lo sustituye en su amor. ¿A quién buscan ambos en esa complicada relación? El tiempo o quizá, más exactamente, la imposibilidad de que Rufo toque a través de Inés el fantasma que busca e Inés encuentra en Rufo la aparición del padre asesinado por su padre. La naturaleza violatoria de ese deseo lo condena a un intrincado juego de sustituciones. La pasión sostenida por el deseo que despierta la realidad de los cuerpos no puede refugiarse en el campo de lo instituido que ofrece la vida social. Es la verdad del mundo oponiéndose a la intangible fuerza de los fantasmas. Sin embargo, si ignoramos a esos fantasmas, ¿puede haber vida individual? ¿No es esa la pérdida del reino, el fin de la realidad?

El fantasma es siempre más real y más fuerte. En su seguimiento, Rufo se traslada a París y se desarraiga también físicamente de su mundo. Los escenarios son siempre visibles y el tiempo de la novela se refugia en ellos haciéndolos aparecer con la precisión de su lenguaje: la irrealidad está detrás de los personajes. En París, Rufo encontrará de nuevo a Néstor Sagasta y su actual amante, Laura Estévez, de la que, por supuesto, se enamorará. El huidizo juego de los espejos no tiene fin. Ya antes, en Buenos Aires todavía, Rufo ha acompañado a abortar a otra amante de Néstor, ocupando sin advertirlo, siempre sin advertirlo, el lugar del otro. Pero es que la organización misma del mundo está erigida para que se puedan encontrar los pretextos –“las racionalizaciones”– que ocultan los auténticos motivos. ¿Y ahora que de hecho no hay mundo, que se está a solas y descubierto ante la “realidad”? Laura Estévez resultará ser la media hermana perdida de Inés. Todos lo saben, pero nadie se lo dice al principio. Y cuando Rufo consigue poseerla, el fantasma permanece irreductible, imposeíble a través de ella. Laura, que tampoco es nadie, está fija en ese fantasma. José Bianco lo sabe y sobre ello ha construido su magistral y conmovedora novela, retrato de un mundo que desaparece, retrato de una desaparición que alimenta al mundo: la realidad se viste de sombras. Ante esas sombras, el poder de la evocación es la única respuesta. Un Rufo devastado ha terminado por abrirse a ese secreto que lo ronda desde el principio a través de la suprema sencillez de uno de los más intensos poemas de Darío. Ahora, ante la imposibilidad de poseer a Laura e inducido por ella, piensa recobrar el mundo en una novela sobre su vida que estará coronada por la aparición de la imagen de Laura. Pero ésa no es la verdadera imagen final. Sólo la muerte cierra el camino de la vida y lo abre al camino sin fin de la evocación, en la que aparecerán los fantasmas como lo que irreductiblemente son: fantasmas. Pero ese sueño también se derrumba. El signo del reino es su pérdida. Rufo que nunca ha sido dueño de su vida tampoco puede serlo de su muerte ni de su novela. Esta última tendrá que ser escrita por el lenguaje mismo, por la voz de la narración. Su manuscrito, que forma el centro de La pérdida del reino es un manuscrito reconstruido por un impersonal servidor de la literatura. La novela es la historia de una novela que no puede ser escrita, dentro de una novela. Y esta novela es una gran novela. Sobre las sombrar de nuestros fantasmas se levanta el lenguaje que se alimenta de ellos y nos entrega la única, verdadera realidad.

Plural, 17, febrero 1973.

José Bianco, La pérdida del reino
Siglo Veintiuno Argentina Editores S.A., Buenos Aires, 1972, 370 pp.