Una imagen: un tiempo que fue, que ya no le pertenece a nadie y sin embargo, ha encontrado su lugar, tiene un espacio, y está en esa imagen, vivo e inmóvil. En ese espacio, la luz de la risa y el resplandor de la luz. Porque era suya la juventud estaba en el mundo. El infinito se cierra en un instante y luego se desmorona, absorbido por su fugaz esplendor, como la ola cuya cresta resplandece afirmándose antes de romper sobre la playa y acariciando la arena perderse en su abierta materia. El sol debería encontrarse justo sobre su cabeza. Brillaba en su pelo castaño y había producido esa única sombra en la que, exactamente bajo su cuerpo, no parecía ser más que sus largas piernas abiertas. Con su pequeño traje de baño de dos piezas, tenía el tronco inclinado hacia delante, la cabeza levantada, mirando hacia el frente, donde debía estar el mar, y las manos apoyadas en los muslos. Tras su joven figura, la franja de arena terminaba en un muro de arbustos. El cielo incoloro estaba arriba.

La imagen era un solo, alto grito alegre. Nicole tenía la pequeña fotografía sujeta en el pulgar y el índice. Un momento antes la había visto con asombro y ternura. Era ella lejos, lejos como todo lo que de pronto salía a su encuentro de entre sus papeles. La lluvia resbalaba sin ruido sobre los cristales de la ventana, dibujando y borrando formas sin sentido en los vidrios y más allá, las brillantes hojas de los truenos parecían sacudírsela sorprendidas, como si los árboles fuesen enormes y perezosos animales que se levantaran de pronto, inquietos y molestos al sentir su piel mojada. Tal vez hacía frío en el cuarto; pero Nicole esperaba a gusto; tendida sobre la estrecha cama, gozando de su no hacer nada, aunque José no podía tardar mucho y tendría hambre, como de costumbre. En la pared contraria, la cama igualmente estrecha de él hacía esquina con la suya, uniendo las dos cabeceras de manera que, juntas, las camas formaban una especie de simétrica Ele. Algunas noches, Nicole despertaba de pronto y sin moverse, se dejaba sentir la callada separación del cuerpo de José dormido allí, en su cama, perpendicularmente al suyo, hasta que la vida de ese cuerpo flotaba con una rara dulzura sobre toda la oscuridad del cuarto. Ése era el amor, grande y silencioso, incierto y cálido como la suavidad de la lana de la manta en la que ella se arrebujaba entonces; pero quizás sólo era el amor porque lo había sido y ahora ellos vivían de la misma manera que sus dos ascéticas camas, sin ninguna molicie, unidos en un solo punto, perpendiculares el uno al otro. Nicole se obligó a mirar de nuevo la fotografía. Al otro lado de ella, enfrente, con la cámara en la mano, tenía que haber estado José, invisible ahora. José invisible y sin embargo, enfrente. Así era él.